Por César Bianchi
Cabo Polonio es una
notable alternativa a las taquilleras playas de Punta del Este o José Ignacio.
Pero, además, este reducto hippie en la costa del departamento uruguayo de
Rocha es el destino al que la industria turística le está echando el ojo. Lo
que sigue es un recorrido -sin reloj- para ver qué tiene "el Polonio"
que atrae a tantos.
En la pared del hostal
de Pancho hay un reloj enorme, cuyo minutero gira en sentido contrario: cuando
muestra 25 minutos para las 11, en realidad dice que son las once "y
25". Nadie le da bolilla al reloj. Es una alegoría del lugar, el Cabo
Polonio, un balneario cosmopolita y desprejuiciado donde los lugareños no usan
reloj.
En
la misma cocina del hostal no hay horno microondas para calentar el café con
leche. Bah, tampoco hay luz eléctrica. Sí hay libros apiladitos en castellano,
inglés, portugués y francés; hay una repisa con alimentos donde destaca un
paquete de polenta para preparar; hay un convertidor de energía que gracias a
un molino logra que llegue a 220 kilowatts de potencia; hay una heladera vieja
con un escudo de Peñarol y una bandera que dice "Cabo Polonio resiste.
Youth against establishment" y es, como toda bandera revolucionaria, roja
y negra. Y hay una jarra para calentar la leche.
El
dueño del alojamiento, Pancho Blanco, cuenta que se cansó de viajar a Europa
como representante de la AUA ,
la Asociación
Uruguaya de Artesanos, y que un día le ofrecieron quedarse a
cuidar una casa en el Cabo Polonio y se estableció. El paquete de polenta
-explica- está ahí intacto para recordarle lo mal que la pasó al principio en
esta suerte de far west. Y si tiene reloj -pulsera, pero que más parece de
pared- es porque se lo acaba de regalar un huésped suizo a modo de agradecimiento
por no cobrarle un par de noches. Si fuera por él, no usaría.
-¿Para
qué?
En
el hostal, un fin de semana caluroso de noviembre, hay un uruguayo que vino a
buscar empleo por la temporada para luego seguir su periplo mochilero por
América Latina; una pareja alemana de vacaciones, igual que una argentina
recién recibida de profesora de francés; una brasileña que trabaja en turismo y
vino a ver el lugar del que tanto le hablaron; y está el suizo del reloj quien,
harto de su rutina, recaló en Montevideo y de ahí se vino al Polonio donde
-dice- se quedará a vivir.
Por
la ventana del hostal se ve el Polonio: un balneario sin edificios, sin
electricidad ni alumbrado público, con saneamiento precario y transporte
heroico; sin cines ni teatros para los días feos, sin casinos ni cinco
estrellas. En todas esas carencias radica su encanto. También en el pan casero
que hace la Chela ,
en su arena finísima, en sus lobos marinos descansando en la roca y en su faro,
declarado monumento histórico en 1976 y que dispara destellos lumínicos cada
exactamente 12 segundos.
De
noche, el Polonio es un manto oscuro que se ilumina intermitentemente con esos
disparos que homenajeó Jorge Drexler en una canción.
Hay
que decirlo de entrada: el Polonio se puso de moda. Por eso hay turistas
extranjeros todo el año, y llegan artistas rioplatenses a cantar o a inspirarse.
Comenzó
como sitio de culto, restringido a los escasos pobladores de siempre que vivían
de la pesca artesanal y a los turistas amantes de la onda hippie. Hoy la
fisonomía del lugar cambió: impulsado por la afamada guía turística Lonely
Planet llega gente de todas partes a conocer de cerca la magia de descansar
renunciando al confort. Aquí se encuentran con más: con un roquerío a 15 metros del océano, con
dos islas, el faro majestuoso y, al frente, decenas de lobos marinos en su
hábitat.
Precisamente,
en 1914 el poblado nació como una extensión de la explotación lobera y la pesca
artesanal. En los años ochenta comenzó a atraer un público juvenil, pero en los
noventa la cosa se complicó: la población estable comenzó a crecer, la
construcción se volvió anárquica y los planes de forestación pusieron en tela
de juicio el leit motiv del lugar. El gobierno tiró abajo asentamientos
irregulares y se prohibió el ingreso de vehículos motorizados, aunque cada
tanto se ve alguna 4x4 de dueños con ciertas prebendas.
Diana
Glusberg, productora y representante de músicos argentinos y brasileños, toma
sol apenas con un pareo, recostada en una reposera. Ha llevado a Montevideo al
español Albert Plá, a Milton Nascimento, a Fito Páez y al Flaco Spinetta. Es
porteña en todo, pero tiene rancho en el Polonio hace 20 años y no se imagina
este lugar con hostales ecoturísticos, sin el espíritu de los criados acá.
-¿Qué
sería de este lugar sin los pericos, los popeyes, los lujambios y las chelas?
Ésa
es la lista de los que se quedan en el Cabo en invierno, cuando el frío es
cruel y la pesca se complica por demás.
El
Cabo Polonio es mágico, es lo que todos repiten. Entonces, es entendible que su
acceso sea dificultoso: no a todos los mortales nos es dable el don de la
magia. Se puede acceder al sitio caminando por la playa de Valizas (kilómetro
271 de la Ruta
19) o en los camioncitos que viajan repletos y que atraviesan dunas gracias a
sus neumáticos reforzados, por 150 pesos, unos 7,5 dólares por persona. Las
dunas, de 20 metros ,
se desplazan por el viento, linderas a las aguas del Atlántico.
A
todo eso y a poder andar sin reloj le llaman "magia", porque
"embrujo" es una palabra más complicada. Un graffiti deja bien claro
el mensaje:
"Aquí,
lo único que corre es el viento".
En
el camión al balneario viaja gente de varias nacionalidades que, minutos antes,
llenó un formulario para ingresar al Parque Nacional Cabo Polonio (¿de dónde
viene? ¿cuál es su nivel educativo? ¿es la primera vez que llega? ¿dónde piensa
alojarse?). Leonardo y Valeria son uruguayos, treintañeros y se les nota que
son del departamento uruguayo de Rocha porque dicen "tú" en vez de
"vos" y conjugaciones esdrújulas como "siéntate" o
"tómalo". Viajan con Joaquín, que duerme plácidamente, impertérrito
ante los coletazos del camión entre las dunas de arena. Es la primera vez para
Valeria, ama de casa, pero su marido ha venido varias veces. Trabaja en
Agroland regando viñedos con bombas y válvulas, y desde hace años viaja al Cabo
a trabajar en cables de alta tensión que pasan sobre el lugar para darle
energía eléctrica a la vecina Valizas.
-Acá
la gente viene al natural, porque no hay luz, no hay internet. Creo que esta
mina que está al lado es alemana -dice Leonardo.
Kristel,
rubia rubia, es de Berlín y llegó al otro lado del mundo porque le hablaron de
este balneario tan particular. Media hora después se hospedará en el hostal de
Pancho, uno de los cuatro del lugar.
Marcela,
la profe de francés que también sucumbió a la curiosidad, pide que la bajen en
"El Lujambio", porque así le dijeron que tenía que pedirle al chofer.
Cree que es el nombre de una parada, pero es un almacén. Todos hablan "del
Lujambio" o "lo de Lujambio", pero el mercadito se llama El
Templao y es destino obligado.
Lujambio
(Francisco se llama) cuenta que sus antepasados, un grupo de emigrantes vascos,
naufragaron en el Cabo en 1824, provenientes de Islas Canarias. Él nació en el
hospital de Castillos, localidad cercana que sí tiene infraestructura de una
ciudad como la gente. Lujambio vive todo el año de la diferencia económica que
el almacén hace en la temporada estival. El almacén es bien de pueblo: tiene
una foto de Gardel, otra de Gandhi, avisos viejos de cocacola, cervezas que no
están frías porque la heladera funciona cuando quiere, y el autóctono pan casero
de la Chela ,
una octogenaria fundadora del poblado.
-A
mí no me dejan arreglar mi negocio -se queja Lujambio-. Le faltan servicios al
turista, pero no nos dejan brindárselos. Quise poner una baranda acá -señala- y
sacar la frutería afuera, pero la Intendencia Municipal
de Rocha nos dijo que si queríamos hacer arreglos, teníamos que firmar un
documento donde decía que renunciábamos a nuestro bien y hoy o mañana lo pueden
tirar abajo. O sea: puedo arreglar mi comercio, pero pierdo el derecho a mi
propiedad -explica.
La
preocupación de Francisco Lujambio es la de los demás lugareños. El auge del
Polonio alertó a los oportunistas y también al gobierno, que quiso poner orden.
Así las cosas, el Estado pretende demoler un centenar de casas construidas
ilegalmente en tierras fiscales y ahí construir resorts. Es que en 2009 Cabo
Polonio fue declarado Parque Nacional y se integró al Servicio Nacional de
Áreas Protegidas por decisión del Ministerio de Vivienda.
Hay
un documento preliminar de un Plan de Manejo elaborado por una consultora
privada que explica la idea del nuevo Polonio: "Esta aldea se conservaría
y reconvertiría, transformándose paulatinamente el stock residencial en posadas
o en eco-hosterías", dice parte del informe que publicó el diario uruguayo
El País. Ese documento será entregado a fin de año a la Comisión Asesora
Específica de Cabo Polonio, integrada por los actores políticos y sociales del
área, ONG ambientalistas y grupos de vecinos. Pero de los siete actores de la Comisión , cinco
pertenecen al Estado y dos a los vecinos.
Lujambio
explica la evolución del Polonio así: "Todo esto era un desierto de arena
donde los campesinos se empezaron a retirar porque el mar tiraba grandes
cantidades de arena y el viento destruía todo, entonces la gente de campo se
fue porque no podía mantener ganado así. Pasó el tiempo y el Estado expropió,
pero nunca pagó. Esto se transformó en tierra de nadie. Entonces, la gente
empezó a construir ranchitos: primero vinieron los empleados de las loberías.
Después, los pescadores, los bolicheros y de a poco se hizo un pueblo. Pero un
día los vivos se dieron cuenta de que era negocio. El señor Tiznés, un ex
propietario que nunca había pagado nada, pagó todo lo adeudado y ahí sí pasó a
valer la pena".
-Fijate
que van a venir un día y van a decir: che, acá quedaría más lindo un Mc
Donald's que venda hamburguesas con queso en vez del pan casero de la Chela... y te tiran abajo
lo que la justicia dijo que es tuyo -dice Lujambio.
Dice
que quieren destruir todo el pueblo, unas 400 viviendas, empezando por las cien
que están del lado norte, el menos glamoroso, donde el alquiler de un rancho
por día cuesta desde 40 a
80 dólares. Del lado sur, una vivienda en verano puede costar hasta 200 dólares
diarios, prácticamente en el agua.
Lujambio
ofrece otro servicio en su almacén: permite que el turista cargue la batería de
su celular por 20 pesos (un dólar).
Francisco
Lujambio, como buen vecino del Polonio, no usa reloj.
La
famosa Chela Calimares es el alma-mater del lugar. Anciana de una edad
indefinida, es algo así como la versión femenina de Gandalf, con su aura de
sabia y todo, y eso que no terminó la secundaria. Se levanta todos los días a
las 5.30 gracias a su reloj (biológico) para hacer panes caseros y vender en
los tres almacenes del lugar o desde su propia puerta.
-Si
no se hacía nada, corrían al mismo turismo: recién ahora piensan en hacer un
baño, en construir una policlínica, en hacer una terminal para que los
visitantes no esperen el ómnibus al sol.
Dice
que el censo estableció que son unas 25 familias viviendo todo el año, no más.
-Muchos
se suman a la fama del Cabo, pero los de acá somos pocos. Somos nosotros los
Calimares y los Veiga, los hijos de Mary Veiga. Bah, sólo queda la Olga Veiga , los demás
hijos se fueron.
Chela,
como todos acá, no goza del lujo de la electricidad, pero tiene panel solar. Le
regalaron el panel y renueva la batería cada dos años: con eso puede prender la
televisión, la radio y tener celular, sin pagar factura. Si necesita un doctor,
debe esperar al que viene de Castillos cada 15 días y si se siente demasiado
mal, bueno... tiene que buscar fuera del Polonio.
-Nosotros
estamos de prestado en estas tierras, esa es la verdad... Estamos usurpando
tierras ajenas; sabemos que esto es del Estado. Los ministerios nos dejaron
hacer arreglos y yo me llevo bien con ellos. Que se preocupen por darles
comodidades a los turistas me parece bien -dice.
A
un par de cuadras de su casa, comida por el tiempo y la humedad, está la
comisaría de Cabo Polonio. Curiosamente, no es el sitio a donde van presos los ladrones,
sino el lugar a donde va la gente a ver el partido del fin de semana. Ese
sábado jugaba Peñarol contra Rampla Juniors y había dos televidentes en la
comisaría: el policía encargado Edgardo Molina y el niño Mateo, de 10 años,
hijo de los dueños de la marisquería de enfrente.
Con
la parsimonia exasperante de un rochense, Molina contó que hubo sólo cuatro
denuncias por hurtos en el verano pasado y otras cuatro en invierno. Poca cosa.
Lo que se da más seguido son los destrozos: gente que ingresa a ranchos
deshabitados en busca de comida. Y denuncias de extravío: turistas que pierden
documentos, llaves, anillos y que rara vez se encuentran.
Como
lo de Lujambio, también los enchufes de la comisaría se usan para cargar el
celular, pero el subcomisario no cobra. Tampoco por ver el partido.
El
suizo se llama Frederick. Es ingeniero de sonido, pero dejó su empleo en Zurich
junto con la rutina y se vino a la aventura con un bolsito y el libro La Conjuration des
imbéciles del malogrado John Kennedy Toole. Es calvo, tiene ojos claros y pocas
palabras. Dice que no tiene trabajo. Le pregunto cómo ganará dinero entonces y
me contesta que no ganará dinero. Está claro: ya se adaptó al Cabo.
La
carioca trabaja como azafata en la aerolínea TAM en el aeropuerto de Río de
Janeiro. Eligió Punta del Este como destino de vacaciones, pero le hablaron del
Polonio y vino por el día. Esto lo cuenta cuando ya va por su cuarto día de
estadía. En el momento de la charla, un alemán delgadito hace la grulla de
Daniel San de Karate Kid y lo imagino inhalando y exhalando.
La
noche cae y el Polonio se ilumina apenas con algunas velas y con los destellos
cada 12 segundos del faro al que le escribió Drexler.
Cuenta
la leyenda que, un par de veranos atrás, el cantautor uruguayo llegó al Cabo y,
cuando fue a comprar el pan de la
Chela , lo hicieron esperar a propósito. Como para que
sintiera el rigor de ser visitante en su propio país. "En el Polonio nadie
es más que nadie", fue la moraleja que lanzó el que contaba la anécdota,
parafraseando una frase de Artigas.
A
la noche no hay muchos sitios para comer antes de la temporada. Uno es Lo de
Dany, donde el menú más pedido es buñuelos de algas como entrada y arroz con
mariscos como plato principal. En la mesa del lado hay una pareja conversando
con incuestionable acento colombiano, lo que me da excusa para escribir un SMS
a mi amiga paisa Ana María, que un año antes conoció el Polonio. Me contesta:
"¡Mátame maldita envidia! Che, disfrútalo doble. Un pedacito x mí. Abrazo
cálido hasta ese lugar MÁGICO!". No lo dice por las moscas (que abundan)
ni por la bosta de caballo que hay que eludir, sino por lo dicho: el faro, la
precariedad y magnitud de la naturaleza, los lobos marinos y no usar reloj,
claro.
Después
de la cena, el único lugar para ir a tomar una copa es Lo de Joselo.
Joselo
Calimares, un pintoresco pescador ciego y gay, es hijo de Chela. Milita para
que el Polonio no ceda ante el avasallamiento del progreso. Con 51 años
pertenece a la cuarta generación de Calimares oriundos de este lugar que hace
30 años fue inhóspito. Perdió la vista a los 22 por un agudo problema en sus
retinas. Recuerda con detalles cómo era su lugar: los médanos y árboles de la
playa, támales que soportaban el embate del agua salada. Pero la marea, con el
tiempo, se los fue llevando. Se plantaron pinos y acacias, pero ganó el empeño
del océano.
En
vez de atender distendido su boliche nocturno, Joselo se malhumora con la
acción soberbia y dictatorial de Mario Batallés, director nacional de Medio
Ambiente, a quien llama "Atila, el rey de los hunos". Dice que hace
15 años, una Navidad, mandó una máquina para demoler los ranchos y que ahora
quiere seguir con el resto y privatizando dunas para felicidad de los turistas
extranjeros.
-Quieren
poner una chacra marina, tirar abajo mi casa y todo lo que tengo, para que su
consultora ponga todo en orden para que la gente de mucha plata venga a
tostarse -se indigna.
Joselo
nunca usó corbata y sólo una vez se animó a salir del Polonio para trabajar.
Extrañó y dos meses después volvió a la pesca de redes de arrastre de su lugar,
esa que hoy está moribunda por los barcos brasileños y coreanos. Entre tanta
bronca por la "traición" del gobierno de izquierda al que votó,
Joselo Calimares rescata unas cuántas cosas de seguir viviendo en el Cabo. Ama
estar cerca del mar y no necesitar salir a no ser para ir a un oftalmólogo.
Convencido
de que mi teoría del no uso de reloj es el quid para entender el espíritu del
Polonio, le digo:
-¡Y
no usás reloj!
-¿Para
qué voy a usar reloj si no veo?
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