domingo, 29 de abril de 2012

El estigma de unos pobres diablos

Por César Bianchi


El calvario de los Velázquez, una supuesta violación, el periodismo carroña y un frasquito de pomada para la cola.*
(Segunda en el concurso Nuevas Plumas organizado por la Universidad de Guadalajara y el Taller de Periodismo Portátil).



Ana le puso Paspol, porque la beba tenía la colita paspada.
            Eran los últimos gramos de una pomada con el sachet estrujado para aprovechar hasta el último resquicio. Después de todo, la plata no sobraba para andar tirando. Le puso Paspol, tiró el tubo vacío de la pomada y se acostaron todos a dormir.
            Ella, su marido Washington y la pequeña Caterine de diez meses en la cama grande, Natalia de 8 años y María Victoria de 6 compartían (y lo siguen haciendo) la cama de una sola plaza. No por una cuestión de fraternidad, sino de carencias.
            Se acostaron y durmieron. Al otro día, Washington se puso la indumentaria verde oliva y se fue a trabajar como militar. Todos los días hace cuchillos y sables decorativos como los que manipulaban los Blandengues de Artigas, el prócer, el Padre de la Patria.
            Ana siguió durmiendo un poco más, ese día no tenía que ir a limpiar ninguna casa ajena. Cuando se despertó, sobre las 10, notó que a Caterine le costaba respirar y tenía la cara morada. Lo llamó a Washington pero él no atendió el celular, corrió hasta lo de una vecina y desde ahí llamó a la emergencia médica de Salud Pública y no la atendieron. Entonces probó con el número de emergencias 911 y tampoco. Finalmente sí tuvo suerte en la comisaría del barrio, la 17. Un patrullero salió raudo hacia el ranchito del barrio marginal Nueva Quinta, un vecindario que no está en el mapa de Montevideo.
            Ana tuvo tanta (mala) suerte que en la comisaría sí la atendieron.

***

             A las 10.30 de la mañana el móvil policial que ofició de ambulancia los llevó a la policlínica del barrio Capitán Tula y una hora después, las cámaras de la televisión mostraban cómo un patrullero se llevaba a Ana Freire, de 30 años, y a Washington Velázquez, de 40, esposados rumbo a la comisaría por ser sospechosos de violación y asesinato de su propia hija.
            Diez horas antes de ser detenidos dormían todos apretujados para darse calor y paliar la falta de frazadas.
Frente a la policlínica había periodistas de todos los canales de televisión abierta con sus respectivos camarógrafos. El movilero Santiago Bernaola, sin eufemismos, le preguntó a Washington: “¿violaste a tu hija?”. Otro, Jean George Almendras, se acercó y le espetó: “¿Tiene pruebas de que es inocente?” Washington contestó: “Soy inocente”. Y Almendras insistió con una pregunta extraña: “¿Inocente por qué?”. Como si en Uruguay el derecho y la Constitución no hubieran dejado claro negro sobre blanco que lo que se debe probar es la culpabilidad de una persona en un hecho delictivo.
Los sostenemicrófonos se enteraron de la ¿noticia? por escuchar clandestinamente la radio policial desde redacciones o pisos de estudio. Y allá fueron, a esperar a los presuntos violadores a la salida de la policlínica. Los acusados salieron con la cabeza gacha, se metieron en un patrullero con los vidrios bajos en pleno invierno y fueron entrevistados para todos los informativos capitalinos. Los policías escoltas miraron para otro lado y chiflaron. Después, tuvieron a bien nublarles el rostro en las imágenes del prime time.
Quien diagnosticó que la criatura Caterine Velázquez había sido violada por sus padres fue Marisol Souza Garate, pediatra de la Administración de Servicios de Salud del Estado (ASSE). Souza dijo que cuando la madre llegó corriendo con la niña, ésta ya había llegado sin vida. Cuando revisó su cuerpito encontró -creyó encontrar- semen entre las nalgas y terminó de convencerse del abuso al comprobar dilatación anal.
Para Nicolás Pereyra, abogado de la familia Velázquez, es “inexcusable” el error de la médica. “Como mujer que tuvo hijos, no puede confundir semen con una pomada para la paspadura de la cola. Y además, en los cadáveres es muy común la dilatación anal. Es común en los fenómenos cadavéricos”, dijo en su despacho del centro de Montevideo, de impecable saco gris y corbata anaranjada y brillosa, italiana, frente a Washington Velázquez, de ajada campera, ajado pantalón y manos haciendo juego.
Cuando llegó a la policlínica de Capitán Tula, dijo la doctora, Caterine era un “fenómeno cadavérico” como dice el doctor Pereyra. Para ese entonces, el camión basurero ya se había llevado el frasquito que tenía Paspol y Washington había conseguido gratis en el Hospital Militar, porque en la farmacia costaba 80 pesos –unos cuatro dólares- y no lo podía pagar.


***

            La casa de Ana y Washington sólo abunda en carencias.
            En su cuadra suenan Señora de las cuatro décadas de Arjona y Fuiste de Gilda, al mismo tiempo, ambas pasadas de moda. Un vecino que martilla un clavo contra una madera ve pasar a Washington y le pide que pase cuando pueda que tiene que pedirle algo. Él, bigotito fino, tez oscura color chocolate y tabaco La Paz armado entre los labios, dice que después se da una vuelta por ahí. Ese hombre que martilla es de los pocos que todavía le dirige la palabra.
La casa no tiene piso, tiene contrapiso, apenas dos sillas y cuatro platos. Hay un mini sofá derruido, de esos que tiran los que cambian de sofá y consiguen los indigentes para pasar las noches. Hay un gato auriblanco y otro negro azabache. En la pared (celeste furioso) hay colgada una especie de alfombra con dos patos navegando un arroyo de aguas mansas. En el horno hay restos de una torta de fiambre.
Me tomé la línea 102 desde el centro de Montevideo para llegar hasta Muy Muy Lejano. Me pasé –ni el chofer conocía la calle Teniente Rinaldi, mucho menos quién fue el propio Teniente Rinaldi- y Washington Velázquez fue a buscarme, masticando su cigarro de tabaco. Después de ver el piso que no es tal y los patos desdibujados en una alfombra que ornamenta la pared, Ana Freire tenía cosas para contar.
Natalia y María Victoria juegan en su pieza: la de los cuatro, sólo los divide una delgada separación en base a chips de madera sobrante. Están en días de vacaciones y aunque les fue bien en la escuela, no tienen una plaza cerca, ni un shopping, mucho menos una Barbie a mano.
Ana, la mamá, no recuerda si el nombre de su hija fallecida llevaba una ache o si terminaba en ene o en e. Para corroborarlo, va a buscar su cédula de identidad que está junto al papel de certificado de defunción, sobre un florero sin flores. “Mirá, se escribe Caterine, y su segundo nombre era Jazmín, como la flor”, dice.
Aquella mañana, evoca, Washington se había ido a trabajar, la beba se despertó con problemas para respirar y tras varias llamadas frustradas, la atendieron en la seccional de Policía 17 y en cinco minutos ahí estuvieron.
Llegaron a la policlínica de Piedras Blancas, aparecieron cinco o seis médicos hasta que una pediatra se hizo cargo del estudio más profundo. Dos minutos después de haber llegado, un policía le dijo a Ana que Caterine había muerto. Y la pediatra le preguntó: “¿Usted sabe que está nena está violada? ¿Sabe quién fue? ¿El padre, el tío?”
Ella dijo “la nena no está violada”, pero no pudo ni hacer preguntas, porque en ese instante los policías que la habían auxiliado, le colocaron las esposas y la metieron en un patrullero. Ahí llegó Washington a la policlínica. Lo esposaron y lo metieron en la parte de atrás de una camioneta policial. Lo abordaron varios cronistas policiales, que se habían enterado por la radio policial interceptada.
-¿Usted  sabe qué pasó con la nena?
-No. Si no me dice, yo no sé.
-La nena fue violada y usted es el sospechoso número uno, le notificó un policía.
Los llevaron a ambos detenidos y los metieron de prepo en la camioneta policial mientras media docena de periodistas no paraban de preguntarle cosas.
Ana siente que la trataron como a “la peor madre del mundo”. “Me preguntaron si tenía un… ¿cómo se dice?… cuando uno anda con otro…
-¿Amante?
-Eso, si tenía un amante que se metiera en mi casa.
Ella dijo que no, que a su casa sólo entraban su marido y el hermano de éste, tío de la nena. Para qué…
Por esas horas Walter, hermano de Washington, iba todas las mañanas a buscar un bolso de herramientas para ir a trabajar en la zona como albañil. Cuando Walter llegó a la vivienda de su hermano a buscar su bolso para trabajar, lo esperaban (de nuevo) un enjambre de periodistas. Cuenta el abogado de la familia que le informaron que su sobrina había sido violada y luego asesinada, le preguntaron si tenía algo que ver con eso. Walter dudó, quedó shockeado y… zás, lo esposaron a él también y se lo llevaron detenido. En ese momento un reportero le preguntó si él era el violador. Walter contestó: “Yo soy un laburante. Que se haga justicia, por mí que me hagan un (examen de) ADN”.
El parte policial -tan afecto a los gerundios- que fue presentado en el juzgado, dice en referencia a Walter Velázquez: “…mostrándose muy nervioso y titubeando en su respuesta en referencia al hecho, por lo que se procedió a su detención y conducción” a la comisaría.
Esa noche del 16 de junio de 2009 Ana Freire y Washington Velázquez la pasaron en un calabozo de la seccional 17 de Montevideo, en celdas separadas. Ninguno durmió. No saben si fue porque los acusaban de haber violado y matado a su hija,  porque la “cama” era una tarima de cemento frío sin almohadas, por no haber soportado el asedio de los comunicadores, o por no haber asumido el deceso de la pequeña.
O por todo eso junto.

***

En todos los canales de televisión hubo imágenes de la precaria vivienda de los Velázquez en Nueva Quinta. Algunos camarógrafos le hicieron un primer plano a la cédula de identidad de Caterine. Canal 10 eligió el daño menor: no atomizar con preguntas al tío albañil y no mostrar el documento de identidad de la beba, apenas la fotografía: se la ve durmiendo plácidamente.
Uno de los periodistas que buscó más intensamente una confesión truculenta fue un cronista de larga experiencia en policiales y nombre afrancesado: Jean George Almendras, muy recordado en Uruguay porque una vez, al perseguir un delincuente que huía le gritó a su camarógrafo: “¡No te cagués González!”
Dos años después del episodio de la detención equivocada de los padres de Caterine, Almendras dice que la culpa fue de la pediatra y de la Policía, pero que él no se arrepiente de nada. Habla como un corresponsal de guerra y dice que en el fragor de la lucha no hay tiempo para pensar un abordaje periodístico elaborado: “Cuando estamos ante un delito de esa naturaleza, no estamos hablando del robo de una gallina, es un delito contra la infancia y que causó conmoción pública por sus características”. El único detalle es que sólo había una presunción de delito, no un delito comprobado.
“Cuando estamos en el campo de batalla –prosigue Almendras, hoy alejado de los medios televisivos, dedicado a la investigación de OVNIs- tratamos de dar las posibilidades a nuestro alcance tomando en cuenta todas las partes. Todos los canales les preguntamos, después es responsabilidad de ellos contestar o no”.
Almendras no tiene claro si sometió a un pobre diablo al escarnio público, porque –dice- no sabe muy bien qué es escarnio público.  “Si vas a hacer una investigación, no demonices nuestra profesión”, me exige, como si yo fuera farmacéutico, como si él fuera profesional.
Admite que dio por sentado que el padre era culpable del delito, porque la pediatra era una “fuente calificada”. Él se la jugó y lo justifica así: “Yo antes de afirmarlo o preguntarle a los familiares ‘¿usted lo hizo?’, por la izquierda le pregunto a personas de confianza para que me den una pista, un elemento, para hacer esa pregunta. Si tengo elementos para tirarme a una piscina, me tiro, y si está sin agua, bárbaro. No somos jueces de la Justicia”.
El confiesa que se dejó llevar por lo que le informaron los médicos y policías que actuaron en el caso, pero insiste en qué hizo bien su trabajo. “No me equivoqué. Con el fallo judicial ya no puedo decir nada, me allano a lo que dice la Justicia”.
Almendras se tiró a la pileta y se dio de bruces contra el fondo, se rompió la cara. Hoy, fuera de circuito, se dedica a investigar extraterrestres.

***

Esa noche, en el celdario, a Ana, Washington y Walter les hicieron interrogatorios por separado con el típico juego del policía bueno y el policía malo. Dice el abogado de la familia que a Ana le sugerían que su marido había violado la nena, a Washington le decían que había sido su hermano Walter y a Walter que el degenerado fue el padre de la criatura.
“Yo le eché la culpa a él”, dice y él está a un metro de ella, serio y tristón.
“Me llenaron la cabeza con que había sido él, y pensé que podía ser, sí”. Washington se defiende: dice que entendió que su mujer pudiera pensar eso, porque estaba alterada por el hecho, pero, justifica: “¿Cómo iba a ser yo? ¿Y las otras dos hijas estaban bien y nunca les había pasado nada? Yo cuando fui para el jujado (sic) ella me dice ‘para mí que fuiste vos’ pero yo no me enojé con ella. Fue un momento de problemas y todo eso”. Dice Washington y la procesión lo come por dentro.
La mañana que los llevaron esposados, otro móvil fue a buscar a Victoria y Natalia, que habían quedado al cuidado de una amiga de la mamá. El abogado, Pereyra, dice que a las nenas las “periciaron”: eso significa que las llevaron a un baño, le bajaron la ropa y las tocaron para comprobar que no habían sido violadas.
Ellas, las niñas, no se acuerdan de nada. O no quieren acordarse.
Ambas vestidas por mamá con un buzo rosado, son de hablar poco y sonreír mucho, como producto de su timidez. Estaban jugando al XA en la ceibalita, una laptop del Plan Ceibal, un plan gubernamental que instrumentó Tabaré Vázquez que cumplió la máxima de “una computadora por niño” en el período escolar.
A María Victoria, hoy con 8 años, le va bien en la escuela, dice que tiene muybuenosote en el carné de calificaciones. A Natalia, de 10, le va un poco mejor: en aplicación se sacó buenomuybueno y en conducta muybuenosote.
-¿Se acuerdan de su hermanita Caterine?
-(Piensan, sonríen y miran el contrapiso).
-¿…?
-Yo me acuerdo de mi hermana, sí- dice Natalia.
-¿Qué se acuerdan de ella?
-…
-Papá dice que se reía todo el tiempo…
-Sí, o lloraba…-agrega la mayor.
-¿La mimaban mucho?
-Sí.
-¿Y se acuerdan qué pasó con la bebé?
-…
-Contame con tus palabras, Natalia… ¿qué pasó aquella mañana?
-Decile del día ese- le pide Washington.
-Ah, no me acuerdo- insiste Natalia.
-¿Preferís no acordarte o de veras no te acordás?
-No me acuerdo. (…) Ah sí, nosotras todavía no habíamos salido para la escuela, vino la Policía y mamá me mandó a los de una amiga de ella. Después nos fueron a buscar unos policías y nos llevaron a una policlínicas, ahí nos revisaron. Me hicieron sentar en una escalerita y nos revisaron todas.
-¿Saben que ese día murió Caterine?
-No me acuerdo tanto.
-¿Y de qué sí te acordás, Natalia?
-De mañana yo estaba durmiendo, mamá me despertó, me dijo que fuera para lo de la Laura y después no me acuerdo de más nada. Me di cuenta que a Caterine le faltaba el aire. Me vestí y me fui con la María (Victoria).
Estuvieron una semana internadas en el Hospital Militar y las autoridades del nosocomio no les permitieron a los padres hacerse cargo de sus hijas. Antes debía quedar claro que ellas no habían sufrido ningún tipo de abuso. “Les hicieron estudios de toda clase, y una semana después nos las dieron”, dice Ana.
-¿La querían mucho a Caterine?
-La queríamos mucho, sí- dice Natalia, la única que se anima a hablar.
-¿Y les gustaría volver a tener un hermanito o hermanita?
-Sí, un varón.
-Un varón… Hay que llamar a la cigüeña, entonces…
Washington explica por qué Natalia contesta casi con monosílabos y María Victoria ni siquiera quiere hablar del tema. Ambas quedaron muy afectadas por la pérdida de la bebita y desde entonces se atienden con un psiquiatra en el Hospital Militar. Los papás pagan un simbólico tique de 19 pesos (un dólar) y ellas hacen catarsis.
María Victoria, o “la María” como la llama la hermana, es la que más extraña a la beba. “Ellas, si quieren recordar, recuerdan, pero se cohiben cuando hay gente, ¿viste?”, explica el padre.
La pequeña María Victoria todavía la llora. Como para no, si tiene una fotocopia color de la bebita sonriendo pegada a la fina maderita que separa su cama de la cama de dos plazas de los papás y no tiene más remedio que verla todos los días.

***

La noche que los hermanos Velázquez y Ana Freire estuvieron detenidos en el calabozo de la comisaría 17, los policías buscaron de forma poco escrupulosa que alguno confesara el vejamen fatal. A Ana le dijeron que su marido ya había confesado, a Washington le plantearon una oferta: si él confesaba, le darían un mejor lugar de reclusión en la cárcel, lejos de los que saben cómo darle la bienvenida a los violadores.
Washington dice que lo recuerda “clarito”: “La primera pregunta fue si había sido yo el violador de mi hija. Después uno me dijo ‘decí que sos vos’ y empieza a tocarme el pecho con el dedo índice. Uno me dijo: ‘¿tu mujer tiene amante?’ ‘No sé, pregúntele a ella, que vive conmigo’, contesté. ‘No me entendiste: tu mujer tiene amante’, me dijo. ‘Bueno, no sé, averigüe’, le contesté. ‘Hablá, porque sino hablás, te vamos a hacer hablar’”, le advirtió el policía esa noche.
Washington y su abogado lo tomaron como lo que fue: una amenaza de tortura. O como está de moda en algunos de los discursos de políticos uruguayos que dicen que una frase de la oposición les hace acordar a “épocas oscuras que preferimos no recordar”.
Los policías no los dejaron dormir de tanto atormentarlos a preguntas en procura de una revelación. Ellos, impertérritos. En el parte policial los uniformados de la 17 escribieron: “Es de significar que en el momento de la indagatoria los padres de la niña no se emocionaron, se comportaron de manera fría, despectiva, sobradora, de que se les comprobara (si podíamos) la responsabilidad de ellos en el hecho”.
Nuevamente, para la Policía, no hacerse cargo de los delitos de violación y homicidio de su propia hija los hacía más culpables.
Los policías que realizaron los interrogatorios no labraron actas, como se los exige la ley de procedimiento policial. Los tres sospechosos fueron citados a declarar al juzgado del magistrado Juan Fernández Lecchini y volvieron a la seccional. En el trayecto de la sede judicial al patrullero nuevamente fueron entregados a los periodistas. Un movilero, indignado, le dijo: “¡es una beba de diez meses, señor! ¿Usted es conciente?”
Esa noche pernoctaron en un calabozo y cenaron comida preparada en viandas que llegaron de familiares. Al otro día la autopsia del forense Guillermo López fue clara y determinante: “El cuerpo tenía los genitales sanos, himen sano, ano con pliegues y sin lesiones y una lesión de eritema de pañal. Se aprecia crema entre labios y nalgas. Se abre tórax: pulmones poco aireados”. López dijo en una entrevista televisiva: “Todo pasa por la cautela. Por no ser cuidadoso, es mucho daño el que se puede hacer”. Mucho daño, dijo.
Por culpa del eritema de pañal Ana le puso Paspol, para curar la colita. La falta de oxígeno no la supo explicar el forense, que habló de predisposiciones genéticas. El diagnóstico final, tras la autopsia, estableció que fue una infección generalizada.
El juez sentenció que debían ser liberados y archivó el caso. Pocas horas después, los padres velaron a su hija a cajón abierto.
Nunca nada volvió a ser como antes. Dos años después, la familia carga un estigma difícil de superar.

***

Al otro día de aquel tormento, el 17 de junio de 2009, los informativos fueron a buscar a la doctora que había diagnosticado la violación a la nena por parte de sus padres. Marisol Souza Garate no se mostró arrepentida, insistió con que Caterine “por lo menos” había sido víctima de algún abuso sexual. Hablaron doctores de la Administración de Servicios de Salud del Estado (ASSE) y sí admitieron errores de procedimiento médico. El jerarca de la Red de Atención Primaria de ASSE, Wilson Benia, reconoció que el caso no debió haber llegado con tanta rapidez a los medios de comunicación.
A dos años y medio después del episodio, Washington dice que en el barrio no lo tratan bien. Washington los ayudaba a hacer planchadas y erigir viviendas junto a su hermano Walter, pero lo dejaron de llamar. Dice que lo miran de costado y cuchichean, cuando él pasa. “Hablan por lo bajo, señalan con el dedo, como que te miro y no te miro. Yo, por ser militar, sé cuando hablan mío (sic) por la espalda. Siento la murmuración de la gente”, apunta.
A la mujer de Walter, el hermano, una vez en un almacén, le dijeron que su marido era un violador. “¿Y vos cómo sabés eso?”, le preguntó la esposa. “Porque lo vi en la tele”, contestó. Y no hubo más que discutir: sabido es que si sale en la tele, es verdad, para mucha gente. La tele dijo muchas cosas ese día: Nazario Sampayo de canal 12 dijo que la niña “fue violada y como consecuencia de ello, llegó muerta” (al centro de salud). Bernaola, de canal 10, dijo que Washington “aparentemente abusaba también de las otras dos hijas”. Roberto Hernández, de canal 4, afirmó: “Una nena violada y aparentemente asesinada”.  
Todo eso salió en la tele. Y la tele, parece, no miente.

***

A Ana le costó llevar a sus hijas a la escuela. Las primeras semanas debió ser escoltada por funcionarios del colegio porque le gritaban insultos. Una mujer le dijo: “vos tenés un asesino ahí adentro; es un violador y vos sos una mala madre”.
El abogado de la familia enjuició al Estado: a ASSE como responsable del error médico en el diagnóstico y al Ministerio del Interior. Pidió 750.000 dólares para resarcir el daño moral de una forma no simbólica, sino a la altura de la doctrina y la jurisprudencia. La Justicia falló a favor de los Velázquez y contra el Estado pero dijo que 11.000 dólares eran suficientes para emparchar el dolor ocasionado. El caso está a estudio del Tribunal de Apelaciones de segundo turno.
Pereyra, por estos días, planifica la estrategia para demandar a los canales de TV abierta 4, 10 y 12 por “abuso del derecho a informar”. Sí, así como suena.
El periodista Santiago Bernaola no piensa igual que su colega Almendras.
Bernaola trabajaba como cronista policial para canal 10 y recibió una llamada de una fuente “confiable”. La voz le dijo: “tenemos un caso de presunta violación de una bebé de meses en el centro de salud de Piedras Blancas”. Allá fue él.
Cuando Bernaola llegó a la comisaría 17, los policías retiraban esposado al tío de Caterine, Walter Velázquez. “Yo puse el micrófono pero el que hacía todas las preguntas era Almendras”, recrea. Bernaola se enteró que la pediatra hablaba de violación porque había hallado mucosa en la materia fecal de la beba.
Bernaola reconoce hoy que no fue cuidadoso y se dejó llevar por la Policía y por el impulso de su colega Almendras. El reportero del 10 hizo un copete al aire diciendo que la Policía investigaba “un presunto caso de violación”. Sus colegas Almendras y Nazario Sampayo de canal 12 fueron a la vivienda de los padres de la criatura fallecida y a la casa del tío. Entrevistaron a los vecinos, hicieron primeros planos de la fachada de la casa de los Velázquez y hasta accedieron –gentileza de la Policía- a la cédula de identidad de Caterine, esa en la que aparece durmiendo plácidamente y detrás dice “no firma”.
“Para mí todo nació en un parte médico equivocado. No digo que todas las cagadas que nos mandamos (los periodistas) fueran culpa de la mujer, pero que la Policía haya detenido a los padres sí fue culpa de un mal diagnóstico de esta señora”.
Bernaola, cauto, llegó a la redacción del canal 10 y avisó a sus superiores: “Ojo, que para mí, este caso está agarrado de los pelos”. La primera decisión fue no poner el video editado al aire, pero canal 4 sí lo hizo y la guerra del rating pudo más que la mesura. Pusieron al aire el informe y tácitamente, Washington Velázquez se convirtió en violador y su mujer en una “mala madre”. Lo había dicho La Televisión.
Desde entonces, confiesa Bernaola, él decidió no cubrir nunca más episodios de presuntas violaciones a menores de edad. Prefiere exponerse a una sanción o despido.

***

  María Victoria y Natalia vuelven a jugar a la XA en sus laptops. Deben matar con tiros a extraterrestres -como los que investiga Almendras desde que dejó de ser cronista policial- para salvar un grupo de vacas en peligro. El juego lo auspicia Calcar, una marca de productos lácteos.
Cuando vuelven a jugar con sus computadoras, la mamá me cuenta que la cigüeña ya partió de París. Está embarazada de tres meses y dentro de dos meses más conocerá el sexo del bebé. Ana dice lo que dicen todas las madres: que siendo sanito, el género es secundario. Después se rectifica: quiere un varón “porque si nace nena, tengo miedo que le pase lo que le pasó a Caterine”.
Le hago ver que su temor es infundado. Se queda pensando y me dice que tiene muy clara una cosa: si tiene una hija y llega a sufrir eritema de pañal, no usará Paspol para curarla.

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