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Israel es un país adolescente: tiene 63 años. Su superficie es de 22 mil 150 kilómetros, la mitad del tamaño de Suiza. Dentro de su territorio viven 7 millones y medio de personas, con credos varios.
Para ser tan chiquito
es bastante agitado, sobre todo en los noticieros. Tiene uno de los ejércitos
más poderosos y temidos del mundo (con la invalorable ayuda de Estados Unidos)
del cual se ufanan sus pobladores… al menos los judíos. Porque Israel es como
una caja de bombones surtidos: adentro hay para todos los gustos. No se puede
decir que conviven pacíficamente, pero conviven, que ya es mucho.
El reportero visitó este país para asistir al curso
Periodismo para la paz, los medios en zona de conflicto, que se llevó a cabo en
enero pasado. Durante el primer día, los organizadores llevaron a los
participantes a conocer una porción de ese entramado multicultural, la región
del Sharón. El grupo acudió a Kfar Saba, donde se reunió con su alcalde judío;
luego a Tira, para entrevistar a su alcalde árabe musulmán, y finalmente a
Elad, gobernada por religiosos ortodoxos.
Kfar Saba es bastante occidental. De hecho, ahí viven
cientos de uruguayos y argentinos. El alcalde es cool y hace declaraciones
pacifistas y pragmáticas. Es una ciudad moderna con un centro comercial enorme
que domina la escena. En un bar de la plaza comercial, un joven y su novia
toman café turco con chauchas o habas.
Tira es árabe pero está en Israel. Viven 23 mil personas,
pero sólo 15 familias son judías. Las mujeres no trabajan, ya sea por motivos
religiosos, sociales o políticos. Se sienten discriminados por el gobierno
central israelí, pero dice el alcalde Mamon Abd Elhai-Adv, que hoy apuestan al
progreso y a un resurgimiento industrial con foco en el reciclaje. Con una
población poco productiva, el mandamás local árabe israelí explica su sentir:
“Los árabes israelíes somos árabes, israelíes y palestinos. Estamos a favor de
los procesos de paz, y así lo decimos en congresos, en el Knéset (el Parlamento),
en todos lados. Queremos ser un puente entre el pueblo árabe y el judío”.
Bonitas palabras políticamente correctas.
La musulmana Tira es una localidad empobrecida y fea en
comparación con su vecina Kfar Saba. Sus pobladores dicen que ello es así
porque al gobierno no le interesa estimular a los árabes; el gobierno dice que
sus pobladores son grandes evasores de impuestos.
En Elad, a 5 kilómetros de ahí, todo es muy distinto. Es
una ciudad muy limpia, fundada en 1998, donde los habitantes parecen salidos de
la película The Truman Show. Los hombres, todos, tienen barba y un bucle o rulo
colgando en cada patilla, todos tienen kipá y las mujeres llevan 5 o 6 hijos.
Es religiosa ortodoxa y lo que se dice próspera. El 60% de los pobladores son
menores de 13 años y el promedio de edad es de 32. Una fábrica de condones en
Elad llegaría a la bancarrota en dos semanas porque desprecian los métodos
anticonceptivos.
Una moraleja para empezar a entender el conflicto en Medio
Oriente: mueren todos los humanos y sobreviven sólo las manzanas. Una le dice a
otra: “¡bueno, ahora las manzanas gobernaremos el mundo!” Y la otra le
pregunta: “¿Cuáles? ¿Ustedes las verdes o nosotras las rojas?”
Click, click, click…
En Nazaret viven, mayoritariamente, árabes israelíes. Según
el Nuevo Testamento, es la ciudad donde se crió y vivió su infancia el niño
Jesús. La Iglesia
Ortodoxa Griega de la Anunciación y su basílica son riquísimas en
imágenes evocativas. El lugar homenajea a la Virgen María. A unos
metros, otra iglesia rinde culto al sitio donde vivía José el carpintero, el
padre de Jesús. Un pozo de fuerte contenido arqueológico en el piso representa
el baño de la antigua casa de José. Click, click, click: en ese sitio creció
Jesús.
Las construcciones son todas con base en piedra dolomita o
piedra Jerusalén, como la llaman, una roca dura de color amarillo.
Los árabes venden todo, incluso carteras que dicen
Jerusalem y no Nazaret. Y les divierte regatear: “cuesta 30 shekels… ¿sabés
qué? Te lo dejo en 20 shekels… 15 para ti”, terminan de ofertar, sin que uno
haya abierto la boca para decir “estoy mirando”.
El Río Jordán es modesto pero es el más caudaloso de
Tierra Santa. Escenario de muchos momentos bíblicos, por 37 shekels (10
dólares) el fiel se puede poner una túnica blanca –si la compra a unos 25
dólares, viene con una imagen de Jesús en el frente; la de alquiler es
enteramente blanca– para recibir la bendición del bautismo. Un grupo de siete
periodistas latinoamericanos, los más creyentes, se visten para la ocasión y se
sumergen en el agua sagrada.
A la salida del vestuario los esperaba un video con las
mejores imágenes del bautismo grupal en el Río Jordán, por sólo 20 shekels cada
uno… por ser para ellos, claro. También podían llevarse muestras del agua del
Río Jordán o llaveros, postales, imanes para el refrigerador o frasquitos
vacíos para llenarlo con agua milagrosa.
Al siguiente día, para continuar con el curso intensivo de
entender el conflicto, vimos 11 mapas, un promedio que se repetiría jornada a
jornada.
Los israelíes judíos no hablan de Cisjordania, dicen que
se llama Judea y Samaria. Cisjordania significa “al otro lado de Jordania” y
así la conocen los palestinos (y nosotros, vía CNN).
En enero –unas semanas antes de que iniciar el curso
Periodismo para la Paz
–, el gobierno derechista de Benjamin Netanyahu había ordenado a los
periodistas de la radio pública a nombrar esa zona como “Judea y Samaria”.
Otros hablan de “territorios ocupados”. Un mismo sitio, muchas identidades.
En Judea y Samaria, o Cisjordania, reside Dany Dayan, un
argentino judío cincuentón que gobierna esa zona y tiene por delante un
promisorio futuro político. Dayan cree que Israel no debe confiar en los
palestinos, dice que fue benevolente al cederle Gaza y crédulo al confiar en
ellos. En cuanto le dio crédito, zás, desde allá le pagaron con una Intifada.
Hay que ser duros, porque esa es la tierra de los judíos, insiste.
Algunos israelíes judíos se reconocen paranoicos; otros
no. Los que lo hacen dicen que está más que justificado: toda la historia
testimonia que los corrieron de su tierra, ahora ya no quieren renunciar a ella
y tienen con qué defenderse. Digo bien: defenderse. El ejército israelí tiene
prohibido tirar la primera bala.
Dayan, hincha de Boca, no cree en una solución al
conflicto: “Tenemos que conformarnos con pequeños pasos hacia un poquito más de
tolerancia”.
Kiryat Shmoná está al norte de Israel, lindante con el sur
del Líbano. Es la ciudad más bombardeada de toda la historia de la humanidad,
más que cualquiera en la
Segunda Guerra Mundial: la atacaron durante 40 años
ininterrumpidos.
En el gimnasio de una escuela pública, Zion, el director
del centro educativo, explica por qué tiene una foto de su hijo Liam, sonriente
y vestido de militar, en una esquina debajo de un ramo de rosas rojas
marchitas. Su hijo murió en la guerra contra el Líbano en 2006, tenía 21 años y
era un brillante estudiante. Sus padres estaban de vacaciones en Tailandia
cuando se le apersonó un representante del consulado israelí al hotel donde se
hospedaba y lo miró con ojos de consuelo. Zion se dio cuenta de algo estaba
pasando y se le anticipó: “Por favor, dígame que mi hijo está muy mal herido.
Dígame que está grave y tenemos que ir a buscarlo al hospital”.
A unos metros de ese relato tenso y sentido de Zion, un
grupo de escolares juegan futbol y se acercan para saludar en español. Están en
recreo. Cuando están en clase y suena una alarma chillona, saben que tienen 30
segundos para ir corriendo a un refugio subterráneo antibombas. Ahí, saben,
nada les sucederá.
Los pobladores de Kiryat Shmoná, unos 25 mik, más otros
que viven en 30 kibutz (cooperativas populares) no se quieren ir a un lugar más
seguro. Ese es su sitio, dicen, y nadie los va a correr.
Es una ciudad entre montañas, con subidas empinadas, y
–también- casas construidas con piedras dolomita. Por ley, desde 1991, cuando
la guerra contra el régimen iraquí de Saddam Hussein, todas las viviendas deben
ser construidas con cemento y tener un refugio antibombas.
Los escolares de Kiryat Shmoná nos despiden con la
coreografía perfecta de Ai Se Eu Te Pego, del brasileño Michel Teló, hit de
Medio Oriente y universal por estos días. Ahí está la famosa globalización.
El costo del glamour
Tel Aviv es otra cosa. Es la ciudad más occidental de
Israel, la más cara y glamorosa. Varias cosas la hacen distinta al resto del
país: tiene costa al Mar Mediterráneo, una rambla junto a pubs o restoranes
finos donde pasar el atardecer y una sociedad tan desprejuiciada que ignora las
prohibiciones del día sagrado para el descanso, el shabat. Según muchos
rankings, es la ciudad más gay friendly del mundo.
Es la capital financiera y bolichera de un país que no
tiene una capital. Es, dicen los que saben, una pequeña Nueva York. En Tel Aviv
la noche no comienza antes de las dos de la mañana. En Tel Aviv los mozos,
aunque odiosos e irritables fácilmente, hablan inglés y entienden castellano.
Allí, como en el resto de Israel, no hay homeless porque
no hay indigencia y la pobreza se disimula. No hay perros callejeros, todos
tienen amos. No hay autos mediocres, todos son bonitos y costosos. Tiene
hoteles cinco estrellas y parrilladas con la mejor carne uruguaya de
exportación, sushibars y una avenida repleta de comercios con vestidos de novia
en las vidrieras.
Pero Tel Aviv es carísima. Un piso con un solo dormitorio
puede costar cerca de un millón de dólares y los alquileres son iguales de
prohibitivos. Mejor pasearla que vivirla.
Un desayuno típico en Israel incluye omelettes de queso
con cebolla y perejil, pepinos, pescado y rabanitos con crema. Para los
valientes, también hay ajíes picantes. Lo que no hay es tiempo: el israelí
judío es madrugador y muy productivo; por eso, quizás, no tiene gente sin techo
(aunque el techo no sea accesible).
Masada es un fuerte que se erige imponente en el extremo
de una meseta en el medio del desierto de Judea. Edificado con piedra caliza,
fue clave sobre el final de la guerra Judeo-Romana: los romanos atacaron con
ímpetu, los judíos se suicidaron en masa por dignidad. El palacio que
perteneció a Herodes es hoy un sitio turístico ineludible que hace que el día
valga la pena. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2001 y, junto con
el Mar Muerto, compitió hace un par de años por una de las siete maravillas del
orbe. La vista desde ahí arriba es magnífica.
Herodes, rey de Judea, vivía ahí con su mamá Cypros, su
novia Mariamne y su hermana Salomé. Uno se imagina lo frustrado que podía
sentirse el pobre al darse cuenta mirando la inmensidad del desierto que se
había olvidado de comprar pan o leche.
Lo del Mar Muerto es otra muestra de aguas mágicas en un
país con escasez de recursos hídricos. Casi sin olas, es sumamente salado y
está situado a más de 400
metros bajo el nivel del mar entre Israel y Jordania. La
gracia es hacer la plancha: no importa el peso del visitante, no se hundirá.
Los depósitos de asfalto explotados desde la edad antigua hoy tienen más
propiedades que el aloe vera. Por eso algunos periodistas que asistieron al
curso se embadurnaron con esa arena espesa y negruzca como si fueran a
camuflarse para la guerra. Dicen que deja la piel lisita, como de porcelana.
La salinidad y la evaporación le han dado el ultimátum al
Mar Muerto, pero por ahora, en la boutique de la entrada siguen vendiendo las
cremas milagrosas del lugar.
Ciudad símbolo
Frente al Muro de los Lamentos hay izada una enorme
bandera de Israel como para marcar territorio, pero el país está bastante solo
en esto. La comunidad internacional no reconoce a Jerusalén como israelí, más
bien es una ciudad universal. Los musulmanes dicen que es de ellos, los
jordanos dicen que es jordana, los palestinos aseguran que les pertenece, y los
judíos repiten como un mantra: “No se le menciona ni una sola vez en el Corán y
está 600 veces nombrada en la
Biblia ”.
Jerusalén –donde viven 770 mil personas- tiene una ciudad
vieja (judía), un barrio árabe y uno cristiano. Si caminar por Florencia es
como respirar Renacimiento, caminar por Jerusalén es estar donde se inició la
humanidad misma. David, XI antes de Cristo, conquistó el bastión y se
estableció, luego construyó más muros su hijo Salomón, y conforme fue pasando
el tiempo se sucedieron imperios que fueron construyendo encima del anterior:
pasó el babilónico, el persa, el otomano, los mamelucos.
El Muro de los Lamentos está dividido entre un sector para
la oración de los hombres y otro para las mujeres (mandan los ortodoxos) y es,
se sabe, un lugar de meditación. Casi no quedan resquicios libres para colocar
un papelito con plegarias, pedidos o agradecimientos. Los de profusa barba,
kipá y vestimenta negra se mecen hacia delante y hacia atrás porque están concentrados.
Los de perfil más bajo sólo dejan su pensamiento y los turistas se sacan una
foto.
Para el Islam, el judaísmo y el cristianismo es su ciudad
símbolo. Todos se la disputan pero la comparten. Es la alegoría de la
tolerancia. Quizás árabes y judíos debieran mirar más a Jerusalén.
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