domingo, 29 de abril de 2012

Montevideo: verde grisácea o gris verdosa








 El periodista Daniel Erosa publicó una anécdota para decir que Montevideo es un pañuelo. Resulta que un hombre sumido en mil problemas se sube a un taxi, da la dirección a la que quiere dirigirse y se queda callado y con cara de poker. El taxista empieza a recrear cuentos de Roberto Barry, un especialista en chistes verdes. El pasajero le demuestra su malestar sin festejarle ni una humorada hasta que paga y se baja. Dos días después, en una reunión familiar, el hombre escucha que su cuñado –taxista él- comenta la estrategia de un colega: cuando ve subirse a un tipo que arrastra un mal día, se pone a hacerle chistes de Barry para ahorrarse la catarsis del viajero.


Por César Bianchi



 Algo así sólo puede pasar en una ciudad capital de América Latina: en Montevideo. Acá nos conocemos todos, como dice la publicidad de una gaseosa casera parecida a la Coca Cola. Y eso que en ella vive la mitad de la población de todo Uruguay. Un millón y medio de personas, la misma cantidad de habitantes de un barrio grande de San Pablo, el DF o Buenos Aires.
            Montevideo es una ciudad a escala humana y eso, dicen, es un atractivo para el visitante foráneo. No hay rascacielos y los edificios que más se le parecen no intimidan; atraen por su belleza rara como el icónico Palacio Salvo o la más moderna Torre de las Telecomunicaciones. En la capital uruguaya todavía hay partidos de fútbol callejeros con arcos formados con dos piedras y el mozo no tiene urgencia en limpiar la mesa y levantar el pocillo del café.
            La semana pasada fui al bar de la esquina de mi casa a mirar un partido de fútbol. Pedí sólo un whisky nacional porque andaba con poco dinero. El mozo me invitó una pizza con muzzarella y otro cliente, agradecido por haberle permitido sentarse en mi mesa, me invitó otra medida de whisky. Mi equipo ganó y yo volví a casa cenado: pagué solo 25 pesos, un dólar. De ese tipo de historias mínimas de gente bonachona se ha escrito el mito de los montevideanos.
           
            Cité al escritor Leandro Delgado en el bar San Rafael, el sitio donde almorzaba Mario Benedetti todos los mediodías sin que nadie lo molestara. Delgado volvió este año a su ciudad luego de haber vivido seis en el exterior. Hizo una maestría en Comunicación en Leicester, Inglaterra, y luego se fue a Nueva York para estudiar Literatura durante cinco años. Volvió porque extrañaba, dice. Le pregunto “qué” y contesta: “esto; poder tomarme un café sin apuro”.
             Él, que se considera un observador de Montevideo –“estudiosos hay muchos, observadores pocos”- dice que le encanta caminarla. “Es una ciudad que se camina muy bien”, sostiene. En una capital sin subtes y con un sistema de transporte en plena reestructura, bien vale recorrerla a pie. O en taxis con conductores locuaces.
            Todo queda más o menos cerca. Y sus atractivos permanecen inalterables con el tiempo: desde la sencillez de una feria centenaria como la de la calle Tristán Narvaja en el Cordón, pegado al centro, hasta el pintoresco Mercado del Puerto en la Ciudad Vieja, junto al mejor puerto natural de Sudamérica. Están a 15 minutos. Acá da la impresión que siempre se puede llegar a cualquier lado en un cuarto de hora.
            En la tradicional feria dominical de Tristán Narvaja el curioso encuentra frutas, verduras y quesos, junto a primeras ediciones de libros antiquísimos, vinilos de los que ya no se consiguen o antigüedades varias. Todo voceado, como en un pueblo, pero en centro mismo de la capital: frente a la Facultad de Derecho y la Biblioteca Nacional.
             Lo del Mercado del Puerto es otra cosa. Allí el lector podrá encontrarse con un combo bien criollo: carne uruguaya de exportación, morenas bailando al ritmo de candombe y el medio y medio, un aperitivo híbrido entre vino blanco y champagne. El mercado fundado en 1868 por el acaudalado español Pedro Sánez de Zumarán resume lo mejor de la gastronomía y la buena vida. Si un turista llega a Montevideo y no pasa por aquí será como haber ido al Louvre e ignorado a La Gioconda.
            Está emplazado en la Ciudad Vieja, el barrio donde se respira la historia de la Banda Oriental. Todavía se conserva erguida la puerta de la Ciudadela, símbolo de la entrada militar a la ciudad amurallada cuando la defensa de la colonia. Ahí también están los restos del prócer José Artigas, en un mausoleo bajo custodia en plena Plaza Independencia. Está la recién inaugurada Torre Ejecutiva, donde tiene su oficina el presidente, el hotel cinco estrellas Radisson Victoria Plaza y el histórico Teatro Solís, la edificación más emblemática de la ópera y la alta cultura. El Solís, inaugurado en 1856 y bautizado con el nombre del navegante sevillano que descubrió el Río de la Plata, permite visitas guiadas por una sala que remite al teatro Scala de Milán.
            A dos cuadras de allí se puede ir a tomar una uvita al boliche Fun Fun, una tanguería que atrae a intelectuales y jóvenes bohemios que quieren serlo. Las fotos evocan la repetida presencia de Carlos Gardel acodado en aquella barra. Cuentan que en 1933 “El Zorzal” cantó a capella para los presentes. Los grandes maestros del tango frecuentaron el lugar, desde Julio Sosa a “Pichuco”, Canaro o Piazzolla. La uvita es una bebida de elaboración propia y de fórmula que alguna vez fue “secreta”, antes de internet. Es una copita de vino garnacha mezclado con oporto y añejado con bastante azúcar, pero la clave está en las proporciones.
            Montevideo es como los parroquianos del Fun Fun. Es gris, se repite, porque los montevideanos lo son. Amantes del tango y la nostalgia, nada efusivos, meditabundos, reflexivos. No todos lo ven así.

           
            Al músico Fernando Cabrera le molesta el rótulo que identifica la ciudad con el color gris. “¡Qué va a ser gris! Es verde. Lo ves cuando llegás de afuera, desde arriba del avión. Y si lo dicen por los montevideanos, tenemos rasgos conservadores, pero hemos demostrado ser un pueblo instruido, hondo, con capacidad de abstracción”, dice. Habla con una copa de vino tannat en la mano, una especialidad varietal del suelo uruguayo, donde la vid se cultiva en un clima templado. Acá hace frío en invierno, calor en verano y está agradable en otoño y primavera. Todo promedio, sin estridencias.
            Cabrera es un amante de Montevideo y el Uruguay todo. Le ha dedicado a la capital muchas de sus composiciones y ha defendido la identidad oriental en cuanto documental se filme o suplementos se publiquen. Dice que lo enamora de la ciudad lo mismo que a tantos extranjeros que la elijen para vivir: el aire puro (en parte consecuencia de la decadencia industrial, ejem…), la brisa, el cielo luminoso y despejado, producto del viento y el vínculo estrecho que la urbe tiene con el mar.
            He ahí otro de sus encantos: Montevideo, eterna aspirante a metrópolis, se da el lujo de tener una rambla o costanera bordeada con numerosas playas como la Ramírez, la de Pocitos, Buceo, Malvín o Carrasco. No hay montevideano que no se jacte de la rambla, quizás mirando con sorna a la majestuosa Buenos Aires. Fue nombrada monumento histórico y propuesta para Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Los fines de semana, especialmente, las parejas la recorren mientras comparten el mate, la infusión criolla a base de yerba mate. Otros bajan con un libro, en patines o bicicleta.
            A Cabrera también le gusta caminar Montevideo. Recorrer el Parque Rodó, pasar por entre los juegos infantiles como el Gusano Loco o el Tren Fantasma y pasear por su parque de 25 hectáreas. Ir hasta el Prado con sus múltiples espacios verdes o llegar hasta el Cerro, sobre la bahía, con su fortaleza que recuerda la última construcción de la defensa española, a 132 metros sobre el nivel del mar. Los cañones en desuso remiten a la vigilancia del faro y la posición cautelosa de los españoles ante las invasiones inglesas. 
            Pero Cabrera, un tipo sensible, nunca deja de mirar para arriba en su ciudad. “Es que me encanta la arquitectura. Veo que acá coexisten estilos armoniosamente. Desde los años 20 a los 50 hubo una arquitectura modernísima, aggiornada con lo mejor del mundo. Hoy sigue siendo un museo viviente de aquella época. Cuando viene un arquitecto extranjero se le cae la mandíbula”, opina el artista.
            No en vano Le Corbusier también se enamoró de la capital uruguaya en 1929 y quedó pasmado con el Palacio Legislativo, una alegoría del lujo y la ostentación de la época. El italiano Vittorio Meano diseñó esta representación del republicanismo y la voluntad popular y su compatriota Gaetano Moretti fue el mentor estético. Para concretar este despropósito que demoró 22 años en erigirse, Moretti trajo artesanos de toda Europa para hacerse cargo de cada detalle, desde los mosaicos hasta los vitrales y la orfebrería. Planificó con esmero el Salón de los Pasos Perdidos, como si fuera una sala del Palacio de Versalles, pero lo pensó en el barrio de Aguada y visible desde la céntrica Plaza Fabini, al fondo de la avenida Del Libertador. Es el sitio donde los parlamentarios concurren todos los días para negociar nuestras condiciones de vida.
            Otra obra de la época dorada que el visitante no puede dejar de conocer es el Estadio Centenario. Se construyó en apenas nueve meses para la competición del primer mundial de fútbol de 1930, que ganó Uruguay en final rioplatense. Dicen que para no evidenciar un favoritismo, Gardel fue a desearle suerte a la selección argentina y luego a la locataria. El arquitecto Juan Scasso diseñó un estadio de fútbol para 70.000 personas a las apuradas y en 1983 fue declarado Monumento Histórico del Fútbol Mundial, única construcción con semejante bautismo.
            El Centenario está ubicado en el Parque Batlle, un escenario ideal para caminatas o practicar deportes (está la pista de atletismo y el Velódromo municipal) o incluso admirar arte. Con algún que otro grafiti, en el parque está la obra “La Carreta” del prestigioso escultor José Belloni. En Montevideo las manifestaciones culturales y la impronta popular siempre van de la mano: y es más idiosincrasia que posmodernismo.
            La identidad nacional también viene en otros envases. En cualquier esquina montevideana le servirán un buen chivito canadiense (pero nada más uruguayo). Se trata de un churrasco de lomo tiernizado entre panes con lechuga, tomate, huevo y aderezos o al plato, con fritas y ensalada rusa.
Y si la prefiere sentir: basta darse una vuelta por los barrios Sur y Palermo,         “rivales y hermanos” al decir del cantautor Jaime Roos. Son calles angostas entre el centro y la rambla, donde se palpita el candombe, género de reminiscencia africana, con negros que todavía le pegan con alma al chico, piano y repique, los tambores del sonido local. Conocer el desfile de Llamadas y las murgas de carnaval una noche de febrero es aprehender el espíritu montevideano de un solo golpe. Como un trago de tequila o una mordida de taco, con la diferencia de que restoranes mexicanos hay por todas partes.


            El historiador Aníbal Barrios Pintos ya no puede caminar la ciudad. Con 81 años y una reciente viudez, prefiere quedarse a leer y escribir en su casa del Cordón, un barrio tipo de Montevideo: donde las vecinas hablan de una vereda a la otra y hasta hace unos años nadie cerraba la puerta a la hora de la siesta (hoy es un riesgo poco conveniente). Pero el director de la revista de la Academia Nacional de Letras y de la publicación del Instituto Histórico y Geográfico anda muy bien de la memoria. Recomienda el Museo Histórico Nacional, el municipal de Bellas Artes y el Torres García, que homenajea la obra del pintor fundador del universalismo constructivo, que puso de moda el mapa donde el sur está arriba.
         Levanta la voz al acordarse de las galerías comerciales históricas como el London Paris, que ya dieron paso a los shopping center como sitios comerciales y de recreación favoritos. El primero fue el Montevideo Shopping, cuando la reapertura democrática en 1985; hoy –prosperidad mediante y delirios de renacimiento de “la Suiza de América”- ya son cuatro shoppings y se anuncia la pronta construcción de un quinto. Las multitudes prefieren un gran centro comercial con mucho para ver, cines y plazas de comida, todo en un mismo lugar.
Entre montañas de libros con sus investigaciones sobre cada departamento (provincia) del país y papeles escritos a máquina, Barrios Pintos evoca los atardeceres contemplados desde las canteras de la Facultad de Ingeniería. “Es un rito que vale la pena y es gratis. La gente va a comer bizcochos y tomar mate, ven la caída del sol y se van. Es un momento precioso”, dijo.
         Sabe que estos tiempos no son los suyos, pero le parece bien. La nostalgia lo lleva al bar Sorocabana o al Café Brasilero, donde el parroquiano Eduardo Galeano garabateaba como en su living. “Eran verdaderas tertulias tradicionales, no contaminadas por el vaho culinario”.
            Barrios Pintos coincide con el músico Cabrera en que Montevideo es verde. Destaca sus “remansos de paz” que fueron pergeñados por técnicos franceses a fines del siglo XIX y principios del XX. Tentado por el oficio, apunta que Charles Tahys pensó el Parque Rodó y el Parque Batlle, en honor al ex presidente colorado y progresista (cuando la izquierda, toda una rareza, todavía no se había adueñado del término). “En el Prado, diseñado por Lasseaux, está el museo y el Jardín Botánico, en el que Charles Racine reunió en 1902 miles de especies de plantas llegadas de los más remotos países”.
          Ni a Delgado, ni a Cabrera o Barrios Pintos les sorprende que Montevideo encabece la edición 2009 del ránking de calidad de vida entre las ciudades sudamericanas para Mercer Human Resources, o que sea la segunda detrás de San Juan de Puerto Rico en toda Latinoamérica. En la mañana del 1 de marzo, día que asumió el presidente José Mujica, el mandatario colombiano Álvaro Uribe salió a correr solo, sin custodia, por la rambla montevideana. Quizá en esas cosas se fije la consultora suiza.
         La sencillez de sus pobladores, el don de gentes de buenas costumbres y los taxistas parlanchines son medias verdades que invitan a comprobarse in situ.

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